Golden Gate
* * *
Primavera.
Bajo el tibio sol han dejado de nevar las flores de los almendros.
¡Hay tantos motivos para el asombro! Y cada uno de ellos es una puerta abierta en este mundo gris, una puerta a otro universo que se halla también aquí, encerrado en el aire, como el corazón incendiado de un fruto maravilloso: la piel y la carne en la realidad, y las semillas en el milagro.
Hay puertas a otros mundos que se abren con un simple roce, con un choque casual entre dos cuerpos. Mundos que tienen un dueño, o al menos un creador, mundos de mujer y de hombre.
Bajo el tibio sol han dejado de nevar las flores de los almendros.
¡Hay tantos motivos para el asombro! Y cada uno de ellos es una puerta abierta en este mundo gris, una puerta a otro universo que se halla también aquí, encerrado en el aire, como el corazón incendiado de un fruto maravilloso: la piel y la carne en la realidad, y las semillas en el milagro.
Hay puertas a otros mundos que se abren con un simple roce, con un choque casual entre dos cuerpos. Mundos que tienen un dueño, o al menos un creador, mundos de mujer y de hombre.
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El otro día, cuando acababa de pagar una pequeña compra en la caja del FNAC y me encontraba ya preparándome para la marcha, sentí un roce muy leve en el codo izquierdo. Si los pájaros nos llamaran, nos llamarían así. Dos muchachos estaban pagando ahora, junto a mi y uno de ellos me había tocado el brazo. Quería advertirme de que interrumpía el paso a una limpiadora y a su carrito, un gran objeto azul lleno de cepillos y de esponjas. Todo sucedió en un instante. El roce del chico, el carrito que pasó por detrás mío, antes siquiera de que yo lo hubiera advertido, y un fuerte sentimiento de agresividad que brotó de pronto en mi, como surgido de la nada, violento y súbito, inesperado como una explosión.
El roce había sido muy suave, la expresión del chico nada decía que pudiera haberme ofendido, y aunque su rostro no era agradable ni siquiera me miraba a mí, sino al carrito pasando. Y sin embargo, donde antes había serenidad y agradecimiento por el libro recién comprado, ahora ardía una ira indeterminada, un ansia de pelea planeando como un buitre y buscando en donde aterrizar.
Al poco rato, y aun perplejo, comprendí. La rabia no era mía, había venido con aquel roce. Ese muchacho la fabricó y la rabia pasó a mi como pasa el incendio de un árbol a otro.
Hay puertas a otros mundos que se abren con un simple roce y puertas que no se abrirán ni siquiera a martillazos.
A algunos nos es más fácil olvidar los golpes, que los besos. Ahora comprendo por qué.
El roce había sido muy suave, la expresión del chico nada decía que pudiera haberme ofendido, y aunque su rostro no era agradable ni siquiera me miraba a mí, sino al carrito pasando. Y sin embargo, donde antes había serenidad y agradecimiento por el libro recién comprado, ahora ardía una ira indeterminada, un ansia de pelea planeando como un buitre y buscando en donde aterrizar.
Al poco rato, y aun perplejo, comprendí. La rabia no era mía, había venido con aquel roce. Ese muchacho la fabricó y la rabia pasó a mi como pasa el incendio de un árbol a otro.
Hay puertas a otros mundos que se abren con un simple roce y puertas que no se abrirán ni siquiera a martillazos.
A algunos nos es más fácil olvidar los golpes, que los besos. Ahora comprendo por qué.
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