martes, agosto 21, 2007

Trilogias


La Mano de Dios. Rodin, Auguste


Es extraño. Hay días en los que me siento tan compacto como un guijarro, nítido como el borde de un tejado que se recorta al cielo. Y hay otros, sin embargo, en los que no sabría decir donde acabo y donde empiezo.

En estos instantes, por ejemplo, ni siquiera mi cuerpo se dibuja claramente. Los pies se funden en una sombra suave con el suelo y siento que la planta, y la almohadilla de gato bajo los dedos, se extienden mucho más allá de donde debieran. Como si los pies se desparramaran imperceptiblemente bajo la mesa, en esa sombra que no es del suelo ni es mía, sino del cuerpo de otro ser que brotara de ellos.

* * *

Si dejo lo visible y me vuelvo de lo que es mío hacia mi, de lo que tengo a lo que soy, de mi cuerpo a “lo que se da cuenta”, todo se vuelve aun mas difícil de comprender. O quizá, de aceptar. La conciencia de mi no acaba en mi. O, mejor dicho, la conciencia de mi esta hecha de los recuerdos de cuando estoy con otros. Reúno los pedazos de mi historia y los levanto juntos, como un cristo que resucita a lázaro, como un judío con su golem, como un frankenstein que espera un rayo para dar vida a su obra.

¿Que soy, salvo el recuerdo de los otros en mi y de lo que dije e hice cuando viví con ellos?

Pero no, no es del recuerdo solo de lo que hablo. El recuerdo es aún parte del cuerpo. Este conjunto de seres modelados por mi memoria, este escenario lleno hasta los topes de personajes diversos hechos de lo que viví y sentí al vivirlo no soy yo, sino una especie de película virtual, un mundo eléctrico que vive almacenado en los pliegues de mi mente. Es a el, ¡ay de mi!, a este fantasma de miedo y pereza, al que permito gobernar mi vida, y adoro como a un becerro dorado y llamo “mi ego” y le doy mi nombre.

* * *

Sin embargo la consciencia de la que hablo, esa que solo irradia en el aquí y ahora, es mas grande que yo mismo. Es tan ancha y tan rica que no puede ser robada, ni siquiera por mi, pues no encuentro espacio ni cuerpo alguno, para poder guardarla.

Tal vez al recordar intensamente a otro ser, al levantar su recuerdo dormido en nosotros se le invoca, se le está llamando. Algo arde en mi con un fuego sin llama y brota un humo claro, o una suave luz, extendiendo sus zarcillos por dimensiones desconocidas hasta tocar la luz del otro. Y entonces, si ese otro no me retira su mano, la consciencia ya no es consciencia solo de mi, sino de nosotros.

La consciencia de la que hablo es un cuerpo nube en el que todos existimos al unísono, con una sola mente y un solo corazón.

Como la sombra del pie en el suelo... La sombra del Alma Única que se extiende, imperceptible, siendo y no siendo a la vez, junto al pie y el suelo.