sábado, junio 02, 2007

Las dos conciencias

La Templanza. Tarot de Crowley

I


Yo realicé el servicio militar en un aeródromo del norte de España. Como oficial de complemento tenía derecho a una habitación en el “pabellón de mando”, un caserón casi deshabitado, con cómodos alojamientos en el segundo piso que daban a los jardines de la parte posterior. El río Ebro pasaba junto a las tapias del cuartel, literalmente, aunque desde mi ventana no podía verse. Pero si se percibían en el aire, cada día, mezclados con el aliento de los árboles, los estados de ánimo del río: sentimientos de barro, de agua, de hierba...

Tenía un compañero, vecino de habitación, que me prestó “El estado creativo de la mente”, de un tal Krishnamurti. ¿Qué incalculable serie de coincidencias hubo de darse para que, en aquel lugar, y en aquellas circunstancias, coincidiéramos dos tipos tan raros como el y yo? No podría decirlo. Quizá la respuesta sea, como dice E.J. Gold, que hay una “Oficina para el Control de las Coincidencias” o, simplemente, que por aquel entonces ya no era tan raro ser "un tipo raro".


II


Una tarde de abril, o quizá de mayo, yo estaba solo en mi habitación. Era la hora de la siesta y alrededor todo estaba tranquilo. Había leído en los últimos días unas cuarenta páginas de aquel libro, lenta, penosamente y ahora seguía avanzando en él. De pronto ocurrió algo extraordinario. Me tumbé de espaldas sobre la cama dejando a un lado el libro. Entré en un estado de conciencia desconocido para mí. Había dejado el cuerpo completamente inmóvil, ya que no había motivo alguno para hacer el mínimo movimiento con él. La imaginación se me había vaciado, la mente ya no charlaba consigo misma o con sus personajes. Me daba cuenta de los detalles, a mi alrededor. Los charquitos de sol en las paredes, en el suelo y en el techo, las sombras, los distintos objetos que podía abarcar sin mover la cabeza. La palmera del jardín sonaba suavemente al rozar sus ramas, movidas por el aire, la pared junto a mi ventana. Había también algún zumbido lejano, quizá de un moscardón... No recuerdo los olores, ni el roce de la colcha sobre mi piel, ni a qué sabía mi boca o mi lengua. Al parecer, solo usaba por aquel entonces dos de mis cinco sentidos.

Percibía los detalles, pero tenía también la sensación de que todo estaba fundido, como en una extraña pasta. Era consciente de la unidad, grande como un mar, rodeando a todas las individualidades.

Por primera vez fui consciente, además, de que el tiempo no tiene sentido en la unidad (como se puede ver, la mente se me escapaba de vez en cuando, rebelde, susurrando como gas que se cuela por una rendija, con algún pensamiento corto y rotundo). “No hay tiempo si falta el movimiento y ¿como va a haber movimiento si todo es uno?”

Cuando la mente se obstina, hay que dejarla hablar hasta que se calle, como a los niños. Mejor no discutir con ella, ni hacer mucho ruido o se romperá el encanto.

III


No había motivo alguno para moverse. Yo, en ese momento, era una pura conciencia sin motivos, sin propósitos, sin preferencias. Una conciencia de existir, o mejor de la existencia, la existencia sin centros o protagonistas, de la pura existencia, sin preferencia alguna por los contenidos del existir. Mi cuerpo no era yo, sino más bien una especie de transistor retransmitiéndome las noticias: “hay un insecto golpeándose en el cristal”, “esta bajando el sol”, “un pequeño ruido al final del pasillo”. Yo... yo no se que era yo. Tal vez la conciencia en la que todo aquello existía.

Estuve inmóvil, completamente inmóvil, durante algún tiempo. Las sombras sobre las paredes cambiaban. Comenzó a zumbarme dentro una pequeña inquietud. Nació diminuta y luego se fue haciendo cada vez mas grande. “No puedo moverme”, o mejor, “No tengo motivo alguno para moverme; entonces, ¿por qué hacerlo?”. Pero esa pequeña inquietud crecía, y crecía, y comenzó un diálogo interior: “no puedes quedarte inmóvil para toda la eternidad”, decía la inquietud. “¿por qué no?” contestaba mi conciencia. “pues porque no. Sencillamente. Las cosas no funcionan aquí de esa manera”.

Recuerdo que fue una terrible lucha. Por fin la inquietud fue lo bastante poderosa como para arrastrar consigo al cuerpo entero. Hice un pequeño movimiento, y otro, y otro... Finalmente me levanté.

Ese día supe que había dentro de mí dos seres, o al menos dos conciencias. Y sentí que esas dos conciencias no podían llegar a un acuerdo de igual a igual. Una debía mandar y la otra obedecer.

Tenía entonces veintitrés años. Faltaban casi treinta, y conocer a algunas personas, y vivir muchas experiencias, para poder entender esas cosas como ahora las entiendo.