martes, diciembre 26, 2006

Confesión

Mitología de las Nobles Restricciones. Olbinski


He de hacer una confesión.

Yo, en realidad, soy lo que parezco.

No soy lo que soy por amor, ni tengo elevados motivos tras los que esconderme. No tengo tampoco excusas. Ni una sola siquiera. Ni tengo la menor explicación de por qué soy asi, ni más razones para serlo que mi voluntad de existir y el tener la cabeza muy dura.

Nací, viví... Todo ocurrió muy deprisa, en ese sueño largo y profundo en el que dejé que mi vida creciera como un jardín sin cuidar.

No tengo más explicación que esa, la de la misma vida expresándose en la forma pura del músculo y del hueso, de la suavidad del labio, de la curva húmeda de los ojos. Tengo calientes la sangre y la saliva, y heladas las lágrimas. En la vida pude ser lo que hubiera querido, les gustara a los demás o no, pero jugué al miedo y a la pereza, al abuso, y a la fácil violencia de ser el animal mas fuerte... hasta que se me rompió el corazón como si fuera un vidrio. Lloré por primera vez al ver a la muerte y luego, lloré muchas veces más.

Ahora, después de dar la vuelta completa al mundo de mi rabia y mi tristeza, vuelvo a ser lo que soy y lo que era.

Ya se que siempre imaginé ser otra cosa. Lo sé, lo sé... Pero era solo eso, imaginación.

Soy solo lo que soy y lo que soy está aquí, ahora, a la vista de todos. Desnudo, en el centro mismo de una plaza por la que todos cruzan. No hay traje que se me sostenga sobre los hombros. No hay tela capaz de cubrir mi piel. Aquí estoy, manojo de limitaciones. Soy hombre y no mujer, soy blanco y no negro, no tengo corazón ni tengo paciencia. No soy más alto que una torre, ni más bajo que un rosal. Si hay más de cinco personas a mi lado paso desapercibido.

Y si miro alrededor, me veo pequeño como un punto. El pulgar de dios me aplastaría sin esfuerzo. El pulgar de ese dios que cabe dentro de mi, que revive en mis ojos cuando le miro.

Firmado: La Máquina.

miércoles, diciembre 13, 2006

Piedras vivas (releyendo a Aurobindo)




He vuelto a leer algunos pasajes de Aurobindo en un viejo libro que conservaba, olvidado y sin tocar, desde hacía más de veinte años. Recuerdo haberlo leído, en su momento, con gran cuidado, e incluso veo varios párrafos subrayados, indudablemente, por mi propia mano. Sin embargo, al volverlo a leer hoy, me parece como si sus frases fueran cajitas cerradas de música, primorosamente dispuestas, que abriera por primera vez.

Son frases sencillas, fabricadas con palabras que debieran ser claras y evidentes para cualquiera y, sin embargo, cuando las leí por primera vez se que no llegué a entenderlas. O, al menos, ese orgulloso muchachito que “se las sabía todas” no las entendió como ahora las entiendo yo. Estos capítulos son como barrios de una ciudad por cuyas calles pasé un día en patines, velozmente, con los cascos de música puestos a todo volumen. Recuerdo el brillo de algún escaparate, algún edificio particular, pero ningún rostro, ningún portal, ningún árbol, nada que haya arraigado fuertemente en mi memoria y continúe vivo hoy mismo, alimentado por mi propia experiencia personal.

Me fue preciso leer antes a Gold y, sobre todo, practicar, practicar, practicar, siguiendo sus consejos. Practicar solo y practicar con otros, “practicar”; no puedo llamarlo todavía “Trabajo”.

Ahora vuelvo a leer las mismas palabras, las mismas frases. Ellas no han cambiado y quizá, en el fondo, tampoco yo, pero la forma en que los dos bailamos y la música que suena para nosotros sí. En este instante las veo vivas, hermosas, plenas de sentido. Repican y se funden con los propios ecos de mi experiencia. De mi experiencia, digo, y no de mi recuerdo, experiencia hecha carne en lo que ahora soy y no solo memoria de lo que experimentara un día.

Todas las palabras, todas las respuestas, todo lo que pueden decirnos todos los gurúes, semidioses y profetas está ya escrito, y conservado de mil formas distintas: en mi pulso, en el papel, en la piedra, en una leve vibración del aire, en las estrellas... Nos lo gritan, nos lo susurran, nos lo arrojan a la cara, nos lo besan todos y cada uno de los que pasan a nuestro lado y enredan por un instante su vida, como zarzillos, en torno a nuestra propia piel. Todos los sentimientos, todos los pensamientos, todos los dioses, los hombres y las bestias y todo el resto de los seres vivos, esos a los que llamamos piedras porque parecen no sentir…

Todos están aquí, nada falta salvo nosotros mismos. O, mejor, si que estamos, pero no estamos del todo. Nos falta aún algo para transitar presentes y lúcidos por este mundo.
Nos falta encender la atención y despertar la conciencia, extraer, como Arturo, la Espada de la Piedra.

Nos falta abrir los ojos y mirar por primera vez, como un sol recién nacido.

¿Qué sería de este mundo, si no lo mirara el Sol?


sábado, diciembre 02, 2006

Trabajo (III)

Blanco y celeste. Roerich




Reflexión



No tienes alas...
Si quieres subir al cielo tendrás que trepar.

Trepar una montaña que no existe
hasta ese cielo tuyo que aun tienes que crear.

La tarea es a la vez inmensa como el Mundo
o sencilla como un parpadeo.

O vuelves al Sueño, o te pones a Trabajar.

Trabajo (II)

Forjando la Espada. Roerich


La primera vez que leí sobre el Trabajo fue, por lo que recuerdo, en el prólogo escrito por Pawels para el Retorno de los Brujos. Era a finales de los años sesenta, cuando yo aún me tambaleaba entre la niñez y la adolescencia, pero me acuerdo muy bien de lo que sentí en ese momento. Fue como cuando, en El Señor de los Anillos, un descuidado hobbit hace caer un pesado objeto en los pozos abismales de Minas Tyrith. Al principio un ancho silencio suspendido en el aire, como si el mundo se hubiera detenido sobre mi cabeza y luego, ahí dentro, muy, muy profundo empezaron a sonar los tambores... Algo se había despertado.

No se hablaba en este prologo expresamente del Trabajo, escrito así con mayúsculas, ni tampoco se utilizaba el término en relación con lo que una u otra escuela o tradición pudieran haber dicho de él. Ni siquiera, de hecho, era el propio Pawels el que hablaba, sino que, al escribir, recordaba solo una frase que cierta persona muy unida a él solía pronunciar.

Esa persona, su padre adoptivo, muerto varios años antes de nacer yo, y al que conocí solo por lo que Pawels escribió de él en algunas de las páginas de su prólogo, fue uno de mis primeros maestros. O, mejor, fue uno de esos seres por cuya voz me hablaría, en una u otra ocasión, el Maestro.

Este hombre, obrero sastre por oficio, de humildísimos recursos, que se veía en la necesidad de pasar a diario más de doce horas en su taller, solía decir:


“Al cielo se sube con las manos”


Esta fue la frase, cargada de enseñanza, que aquel hombre me transmitió a través de Pawels, frase valiosísima para mí en aquel momento y que emergió sola, destacándose al instante de entre los millones de frases que leyera en cientos de libros durante aquellos años.


“Al cielo se sube con las manos”
“Al cielo se sube con las manos”
¡Al cielo se sube con las manos!