Forjando la Espada. Roerich
La primera vez que leí sobre el Trabajo fue, por lo que recuerdo, en el prólogo escrito por Pawels para el Retorno de los Brujos. Era a finales de los años sesenta, cuando yo aún me tambaleaba entre la niñez y la adolescencia, pero me acuerdo muy bien de lo que sentí en ese momento. Fue como cuando, en El Señor de los Anillos, un descuidado hobbit hace caer un pesado objeto en los pozos abismales de Minas Tyrith. Al principio un ancho silencio suspendido en el aire, como si el mundo se hubiera detenido sobre mi cabeza y luego, ahí dentro, muy, muy profundo empezaron a sonar los tambores... Algo se había despertado.
No se hablaba en este prologo expresamente del Trabajo, escrito así con mayúsculas, ni tampoco se utilizaba el término en relación con lo que una u otra escuela o tradición pudieran haber dicho de él. Ni siquiera, de hecho, era el propio Pawels el que hablaba, sino que, al escribir, recordaba solo una frase que cierta persona muy unida a él solía pronunciar.
Esa persona, su padre adoptivo, muerto varios años antes de nacer yo, y al que conocí solo por lo que Pawels escribió de él en algunas de las páginas de su prólogo, fue uno de mis primeros maestros. O, mejor, fue uno de esos seres por cuya voz me hablaría, en una u otra ocasión, el Maestro.
Este hombre, obrero sastre por oficio, de humildísimos recursos, que se veía en la necesidad de pasar a diario más de doce horas en su taller, solía decir:
“Al cielo se sube con las manos”
Esta fue la frase, cargada de enseñanza, que aquel hombre me transmitió a través de Pawels, frase valiosísima para mí en aquel momento y que emergió sola, destacándose al instante de entre los millones de frases que leyera en cientos de libros durante aquellos años.
“Al cielo se sube con las manos”
“Al cielo se sube con las manos”
¡Al cielo se sube con las manos!
La primera vez que leí sobre el Trabajo fue, por lo que recuerdo, en el prólogo escrito por Pawels para el Retorno de los Brujos. Era a finales de los años sesenta, cuando yo aún me tambaleaba entre la niñez y la adolescencia, pero me acuerdo muy bien de lo que sentí en ese momento. Fue como cuando, en El Señor de los Anillos, un descuidado hobbit hace caer un pesado objeto en los pozos abismales de Minas Tyrith. Al principio un ancho silencio suspendido en el aire, como si el mundo se hubiera detenido sobre mi cabeza y luego, ahí dentro, muy, muy profundo empezaron a sonar los tambores... Algo se había despertado.
No se hablaba en este prologo expresamente del Trabajo, escrito así con mayúsculas, ni tampoco se utilizaba el término en relación con lo que una u otra escuela o tradición pudieran haber dicho de él. Ni siquiera, de hecho, era el propio Pawels el que hablaba, sino que, al escribir, recordaba solo una frase que cierta persona muy unida a él solía pronunciar.
Esa persona, su padre adoptivo, muerto varios años antes de nacer yo, y al que conocí solo por lo que Pawels escribió de él en algunas de las páginas de su prólogo, fue uno de mis primeros maestros. O, mejor, fue uno de esos seres por cuya voz me hablaría, en una u otra ocasión, el Maestro.
Este hombre, obrero sastre por oficio, de humildísimos recursos, que se veía en la necesidad de pasar a diario más de doce horas en su taller, solía decir:
“Al cielo se sube con las manos”
Esta fue la frase, cargada de enseñanza, que aquel hombre me transmitió a través de Pawels, frase valiosísima para mí en aquel momento y que emergió sola, destacándose al instante de entre los millones de frases que leyera en cientos de libros durante aquellos años.
“Al cielo se sube con las manos”
“Al cielo se sube con las manos”
¡Al cielo se sube con las manos!
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