miércoles, diciembre 13, 2006

Piedras vivas (releyendo a Aurobindo)




He vuelto a leer algunos pasajes de Aurobindo en un viejo libro que conservaba, olvidado y sin tocar, desde hacía más de veinte años. Recuerdo haberlo leído, en su momento, con gran cuidado, e incluso veo varios párrafos subrayados, indudablemente, por mi propia mano. Sin embargo, al volverlo a leer hoy, me parece como si sus frases fueran cajitas cerradas de música, primorosamente dispuestas, que abriera por primera vez.

Son frases sencillas, fabricadas con palabras que debieran ser claras y evidentes para cualquiera y, sin embargo, cuando las leí por primera vez se que no llegué a entenderlas. O, al menos, ese orgulloso muchachito que “se las sabía todas” no las entendió como ahora las entiendo yo. Estos capítulos son como barrios de una ciudad por cuyas calles pasé un día en patines, velozmente, con los cascos de música puestos a todo volumen. Recuerdo el brillo de algún escaparate, algún edificio particular, pero ningún rostro, ningún portal, ningún árbol, nada que haya arraigado fuertemente en mi memoria y continúe vivo hoy mismo, alimentado por mi propia experiencia personal.

Me fue preciso leer antes a Gold y, sobre todo, practicar, practicar, practicar, siguiendo sus consejos. Practicar solo y practicar con otros, “practicar”; no puedo llamarlo todavía “Trabajo”.

Ahora vuelvo a leer las mismas palabras, las mismas frases. Ellas no han cambiado y quizá, en el fondo, tampoco yo, pero la forma en que los dos bailamos y la música que suena para nosotros sí. En este instante las veo vivas, hermosas, plenas de sentido. Repican y se funden con los propios ecos de mi experiencia. De mi experiencia, digo, y no de mi recuerdo, experiencia hecha carne en lo que ahora soy y no solo memoria de lo que experimentara un día.

Todas las palabras, todas las respuestas, todo lo que pueden decirnos todos los gurúes, semidioses y profetas está ya escrito, y conservado de mil formas distintas: en mi pulso, en el papel, en la piedra, en una leve vibración del aire, en las estrellas... Nos lo gritan, nos lo susurran, nos lo arrojan a la cara, nos lo besan todos y cada uno de los que pasan a nuestro lado y enredan por un instante su vida, como zarzillos, en torno a nuestra propia piel. Todos los sentimientos, todos los pensamientos, todos los dioses, los hombres y las bestias y todo el resto de los seres vivos, esos a los que llamamos piedras porque parecen no sentir…

Todos están aquí, nada falta salvo nosotros mismos. O, mejor, si que estamos, pero no estamos del todo. Nos falta aún algo para transitar presentes y lúcidos por este mundo.
Nos falta encender la atención y despertar la conciencia, extraer, como Arturo, la Espada de la Piedra.

Nos falta abrir los ojos y mirar por primera vez, como un sol recién nacido.

¿Qué sería de este mundo, si no lo mirara el Sol?


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