El Arbol Energía
He observado que los Idiotas, cuando hablan, casi siempre lo hacen de la misma cosa: del milagro de lo evidente.
No de lo evidente en sí, sino de su milagro.
Y quizá es por ello por lo que la palabra idiota ha terminado usándose como sinónimo de necedad.
Las personas resbalamos por la superficie de la vida como sobre patines, apoyándonos en lo evidente, pero sin tocarlo en realidad. Contemplamos, sin verlas, las cosas que nos son familiares hasta el día de su pérdida. Y entonces, a pesar de nuestras lágrimas, tampoco las vemos a ellas, sino al drama de su ausencia, ese que, momentaneamente, nos hizo descarrilar. No nos damos cuenta de que la maravilla de los seres no está en el día que faltan sino, precisamente, en que ahora están.
Es como el que quiere abrazar el cuerpo desnudo de la Vida sin despojarse antes de sus abrigos de piel. De su abrazo, por muy largo y apasionado que sea, solo recordará luego el roce con sus propios trapos. Pero si alguien, que se desnudó hasta el corazón para abrazar a las cosas en su esencia le habla de la maravilla, el otro le preguntará, asombrado “¿como lo hiciste?”. Y al escuchar que no hay secreto alguno, salvo el de estar desnudo y despierto, que un abrazo es un abrazo, que un árbol es un árbol, y un pedazo de tierra es tierra, pensará que ese “iluminado” obtuvo, necesariamente, el mismo resultado banal que él.
Entonces, riéndose entre burlas se apartará diciendo
“¡Y lo cuenta como si hubiese descubierto algo! ¿será idiota?”
El milagro de lo evidente
He observado que los Idiotas, cuando hablan, casi siempre lo hacen de la misma cosa: del milagro de lo evidente.
No de lo evidente en sí, sino de su milagro.
Y quizá es por ello por lo que la palabra idiota ha terminado usándose como sinónimo de necedad.
Las personas resbalamos por la superficie de la vida como sobre patines, apoyándonos en lo evidente, pero sin tocarlo en realidad. Contemplamos, sin verlas, las cosas que nos son familiares hasta el día de su pérdida. Y entonces, a pesar de nuestras lágrimas, tampoco las vemos a ellas, sino al drama de su ausencia, ese que, momentaneamente, nos hizo descarrilar. No nos damos cuenta de que la maravilla de los seres no está en el día que faltan sino, precisamente, en que ahora están.
Es como el que quiere abrazar el cuerpo desnudo de la Vida sin despojarse antes de sus abrigos de piel. De su abrazo, por muy largo y apasionado que sea, solo recordará luego el roce con sus propios trapos. Pero si alguien, que se desnudó hasta el corazón para abrazar a las cosas en su esencia le habla de la maravilla, el otro le preguntará, asombrado “¿como lo hiciste?”. Y al escuchar que no hay secreto alguno, salvo el de estar desnudo y despierto, que un abrazo es un abrazo, que un árbol es un árbol, y un pedazo de tierra es tierra, pensará que ese “iluminado” obtuvo, necesariamente, el mismo resultado banal que él.
Entonces, riéndose entre burlas se apartará diciendo
“¡Y lo cuenta como si hubiese descubierto algo! ¿será idiota?”
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