Paisaje en Riessengebirge. Friedrich
¡Que extraño sueño!
Estaba solo, frente a un valle, oyendo como caía mi propia voz sobre la falda del monte, a lo lejos, y rebotaba de nuevo hacia mi convertida en eco.
Estaba sentado en lo alto de una cuesta, sobre una gran piedra redonda y gris, fría y viva como un dinosaurio. Mis palabras levantaban el vuelo sobre los árboles, cruzaban el vacío, besaban el monte hembra y volvían a mí, perfumadas, como si con el beso se hubieran vuelto más sólidas. Iban y venían sobre el pueblo silencioso, allá abajo, formando sobre los tejados de las casas diminutos remolinos de polvo; pasaban como el aire sobre el rostro de la gente en sueños, sin dejar allí huella alguna, como nubes que cruzaran el cielo sin ser notadas. En lo alto, entre chispas de oro, se cernía la redonda mirada de gato, perezosa y atenta, del sol.
La voz que se iba volvía envuelta en un aliento de hadas, misteriosos seres de bruma que viven del otro lado, en el corazón de los árboles sobre la lejana ladera. Volvía crecida y sabia, como esa hija en la que un día descubre uno, mudo de asombro, que los años pasan. Volvía mi voz fragante y nueva, mía y del hada, como vuelve la saliva desde el borde de los labios al terminarse un beso.
Las palabras que se van, y las que vuelven, parecen las mismas y no lo son. Cuando las ves marcharse crees entenderlas, pero no es verdad. Tienen que volver con el beso de las hadas, antes de que puedas comprenderlas.
¡Que extraño sueño! Al despertar había un perfume nuevo en la habitación. Quizá era sándalo. Y una presencia, como si alguien que estaba allí hasta ese instante acabara de partir. Tal vez mi alma.
¡Que extraño sueño!
Estaba solo, frente a un valle, oyendo como caía mi propia voz sobre la falda del monte, a lo lejos, y rebotaba de nuevo hacia mi convertida en eco.
Estaba sentado en lo alto de una cuesta, sobre una gran piedra redonda y gris, fría y viva como un dinosaurio. Mis palabras levantaban el vuelo sobre los árboles, cruzaban el vacío, besaban el monte hembra y volvían a mí, perfumadas, como si con el beso se hubieran vuelto más sólidas. Iban y venían sobre el pueblo silencioso, allá abajo, formando sobre los tejados de las casas diminutos remolinos de polvo; pasaban como el aire sobre el rostro de la gente en sueños, sin dejar allí huella alguna, como nubes que cruzaran el cielo sin ser notadas. En lo alto, entre chispas de oro, se cernía la redonda mirada de gato, perezosa y atenta, del sol.
La voz que se iba volvía envuelta en un aliento de hadas, misteriosos seres de bruma que viven del otro lado, en el corazón de los árboles sobre la lejana ladera. Volvía crecida y sabia, como esa hija en la que un día descubre uno, mudo de asombro, que los años pasan. Volvía mi voz fragante y nueva, mía y del hada, como vuelve la saliva desde el borde de los labios al terminarse un beso.
Las palabras que se van, y las que vuelven, parecen las mismas y no lo son. Cuando las ves marcharse crees entenderlas, pero no es verdad. Tienen que volver con el beso de las hadas, antes de que puedas comprenderlas.
¡Que extraño sueño! Al despertar había un perfume nuevo en la habitación. Quizá era sándalo. Y una presencia, como si alguien que estaba allí hasta ese instante acabara de partir. Tal vez mi alma.