Los dos cielos
Como dice Neruda en mi recuerdo, o quizá en mi olvido:
“Es un río, río de sombra,
es un planeta de pequeños corazones innumerables”
Vivimos a la vez en muchas dimensiones.
Como ese alto edificio a lo lejos, más allá de esta ventana donde llora su nostalgia el día, existimos simultáneamente en todas y cada una de nuestras alturas, envueltos por remolinos de papeles y hojas secas, enredados en el vuelo de las palomas. Como el monte que respira en su cumbre el espacio luminoso y helado, y se sumerge hasta las rodillas en el aire polvoriento del valle, mientras la húmeda mano de la niebla se apoya, amorosa, en su cintura. Vivimos con el sol y el viento, y la tierra y el agua. Una parte de nosotros camina por los infiernos, otra vive en el paraiso, otra es hombre y otra es sueño, y aun hay otra y otra ...
Al pasillo y la escalera para ir de un mundo a otro lo llamamos magia. Y a la capacidad de darnos cuenta de que transitamos por ellos, consciencia.
Pero, frecuentemente, la consciencia falta. A veces he creído ver edificios enteros habitados por fantasmas, y calles, y barrios, y ciudades… Multitudes y masas dormidas, como ganado, anchas extensiones de humanidad sin un solo hombre real en ellas, que pueda darse cuenta de que las cosas son. Dios se queda ciego, cuando el Hombre falta.
He visto como hay gente que hace hablar al ángel de su cabeza o de su corazón con la misma voz que a la bestia de sus pezuñas. Y he visto a otros destilar dolor de sus corazones, como gotas de agua pura, mientras en los hocicos les humeaba la rabia roja.
Vivimos a la vez en muchas dimensiones. Cada uno de nosotros no es solo un hombre o una mujer, sino todo un pueblo, una nación entera. Mi cuerpo no es solo cuerpo, sino un territorio; quizás, el único mundo que conozco.
¿Y cómo hallar la unidad en mi? Tal vez con la música. Una música sagrada que haga bailar a la multitud que soy y que no soy, como una ola. Un solo ritmo, un latido.
Como ese alto edificio a lo lejos, más allá de esta ventana donde llora su nostalgia el día, existimos simultáneamente en todas y cada una de nuestras alturas, envueltos por remolinos de papeles y hojas secas, enredados en el vuelo de las palomas. Como el monte que respira en su cumbre el espacio luminoso y helado, y se sumerge hasta las rodillas en el aire polvoriento del valle, mientras la húmeda mano de la niebla se apoya, amorosa, en su cintura. Vivimos con el sol y el viento, y la tierra y el agua. Una parte de nosotros camina por los infiernos, otra vive en el paraiso, otra es hombre y otra es sueño, y aun hay otra y otra ...
Al pasillo y la escalera para ir de un mundo a otro lo llamamos magia. Y a la capacidad de darnos cuenta de que transitamos por ellos, consciencia.
Pero, frecuentemente, la consciencia falta. A veces he creído ver edificios enteros habitados por fantasmas, y calles, y barrios, y ciudades… Multitudes y masas dormidas, como ganado, anchas extensiones de humanidad sin un solo hombre real en ellas, que pueda darse cuenta de que las cosas son. Dios se queda ciego, cuando el Hombre falta.
He visto como hay gente que hace hablar al ángel de su cabeza o de su corazón con la misma voz que a la bestia de sus pezuñas. Y he visto a otros destilar dolor de sus corazones, como gotas de agua pura, mientras en los hocicos les humeaba la rabia roja.
Vivimos a la vez en muchas dimensiones. Cada uno de nosotros no es solo un hombre o una mujer, sino todo un pueblo, una nación entera. Mi cuerpo no es solo cuerpo, sino un territorio; quizás, el único mundo que conozco.
¿Y cómo hallar la unidad en mi? Tal vez con la música. Una música sagrada que haga bailar a la multitud que soy y que no soy, como una ola. Un solo ritmo, un latido.
Como dice Neruda en mi recuerdo, o quizá en mi olvido:
“Es un río, río de sombra,
es un planeta de pequeños corazones innumerables”
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