Mi abuela era experta en guisos de puchero. Un día observé que tenía uno puesto en el fuego, y que ya cocía. Se oía el burbujear, y se sentía la violencia interna del vapor, como un rugido profundo, luchando por escapar y liberarse. Yo le dije: “Yaya, el puchero está enfadado ¿por qué no le quitas la tapa?”
Las cosas que se aprenden de verdad son como el casco de una barca en la que vamos navegando. Con el tiempo se le adhieren plantas, moluscos…, hasta que la barca, sin dejar de ser barca, se convierte en algo distinto, en una especie de memoria viviente del mar de la vida.
Así que no recuerdo claramente lo que mi abuela me respondió entonces, y donde empezaba o acababa su sabiduría real. Pero lo que me dijo fue algo parecido a esto:
“Hijo, cuando los pucheros se ponen al fuego, aunque parezca a veces que vayan a explotar, hay que tenerlos siempre tapados. Si los dejas abiertos, todo lo bueno se va con el humo. Las cosas destapadas tardan más en cocer y quedan enteras, pierden el sabor y la fuerza, y cuando después se sientan tus invitados a la mesa la comida que les pones ni alimenta ni sabe a nada, porque ha perdido toda su sustancia”
Ella no me dijo entonces, pero yo lo aprendí luego recordando sus ollas puestas a cocer, que nuestra cabeza y nuestro corazón son también pucheros, de un material diferente. Hablar demasiado, expresar siempre tus sentimientos, apenas brotados, asesinar las preguntas con rápidas respuestas, es como levantar la tapa de todas tus ollas.
La fuerza que perfecciona las cosas de nuestro pensar, de nuestro sentir, de aquello que vivimos para nosotros mismos y para darlo a otros, es un fuego interior que hay que saber encender y alimentar y, sobre todo, poder soportar encendido.
Sin ese fuego no puedes crear y, si lo intentas, lo que hagas se morirá apenas brotado y será olvidado sin dejar recuerdo.